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EDITORIAL

Ha iniciado, formalmente, el proceso electoral y con ello hay situaciones que se ponen en riesgo, si no impera la mesura. Una de ellas es la estabilidad social. De por sí el país, estadísticamente, presenta una inseguridad y violencia sin precedente. Se ha violentado el estado de derecho y ha imperado la impunidad.


Por lo tanto, la polarización, propiciada desde palacio nacional, pudiera generar enfrentamientos entre diversos sectores de la sociedad civil. Por ejemplo, entre los que apoyan y son fervientes admiradores de la 4T, y los que no lo son. Es decir, los que, al no serlo, se convierten, en automático, en enemigos del régimen.


Cuidado, mucho cuidado; finalmente, somos todos integrantes de una sociedad, que hasta hace poco se desarrollaba en sana convivencia, en armonía, en respeto y en tolerancia. Pues todos tenemos un factor común: amamos a México y deseamos que sea un mejor país y que nos vaya bien a todos. Sin excepción. ¿O no?


El problema es que la creciente división y la desinformación, aunadas a la falta de resultados de los gobiernos democráticamente electos, ponen en riesgo la democracia. Hoy la democracia no goza de un buen momento, y no es un asunto de un proceso electoral; desde hace tiempo, se arrastran una serie de promesas incumplidas que, aderezadas con altas dosis de intolerancia, que es un antivalor, dañan la imagen y ponen en riego a la sociedad.


Esto no ayuda a mejorar este contexto de desconfianza, de descontento. Las pasiones pueden desbordarse. Basta ver en redes sociales a los Xochitlovers vs Sheimaumlovers. Los comentarios pasan a ser insultos, agresiones y amenazas.


A estas aturas, por un lado, hay quienes acusan y temen la llegada de una “dictadura”, por el estilo de tomar decisiones unilaterales. Mientras que el Ejecutivo los acusa de “traidores” y “corruptos”. En franca confrontación están las reglas del juego de las votaciones presidenciales de 2024, pero también las fuerzas que compiten para convertirse en el próximo Gobierno. Todo esto, en un ambiente de creciente polarización. Sin medias tintas ni espacio para el diálogo.


Existen ciudadanos preocupados por la salud democrática del país, por las figuras históricas que pelearon por la alternancia política; y también académicos moderados que exigen contrapesos a la hegemonía presidencial. También hay críticos recalcitrantes, que temen “convertirse en Venezuela o Cuba”; y algunos viejos caciques que, de pronto, se erigieron como defensores de la democracia y líderes de una oposición en crisis, descabezada, que ven una oportunidad para capitalizar el descontento y ganar apoyos en la carrera por la presidencia.


Lo grave, también, son algunas expresiones que con frecuencia escuchan los mexicanos en las mañaneras como: “hipócritas, neoliberales y narcotraficantes”. “Farsantes”, “delincuentes de cuello blanco”, “cínicos”, “corruptos”, “mercenarios de los medios de comunicación”; “gente con mentalidad retrógrada, autoritaria y facha”, “cretinos”, etc. Discurso que divide y confronta a los mismos mexicanos, sólo por una preferencia electoral en particular. Los pone al bode del linchamiento mutuo, del enfrentamiento serio. ¡Aguas!


López Obrador es el primero en dividir el tablero, entre buenos y malos, héroes y traidores, chairos y fifís, etc. Durante su mandato, se ha afianzado como el único que marca el ritmo y el tono de las discusiones políticas en el país: todos los debates son sobre él y se discuten bajo sus términos. Delicado, muy delicado.


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