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EXPRESSO CORTADO

ABULIA SOCIAL Y HEGEMONÍA POPULISTA: EL CASO MEXICANO.

Gilberto Medina Casillas

Antes de entrar al tema que anuncia el encabezado, debo recurrir a las fuentes calificadas que definen la abulia, tanto como una condición personal como en una entidad colectiva.

La abulia constituye uno de los fenómenos más intrigantes y desconcertantes dentro del campo de la psicología clínica. Su nombre proviene del griego a-boulē, que significa “sin voluntad”. No se trata simplemente de una falta de motivación ocasional, sino de una disolución profunda del impulso vital, una desconexión entre el pensamiento, el deseo y la acción. 

En la abulia, el individuo “quiere querer”, pero no puede.Este estado psicológico ha sido descrito desde la psiquiatría clásica como un trastorno del querer (Störung des Wollens, según Bleuler), pero también puede entenderse, desde un enfoque existencial y social, como un reflejo de crisis del sentido, una parálisis interior que se extiende más allá del sujeto hacia las estructuras sociales contemporáneas.La abulia implica la pérdida de la capacidad para iniciar y sostener una acción dirigida a un fin. Es más profunda que la apatía o la pereza: la persona conserva la conciencia de sus deberes, pero carece de la fuerza psíquica para actuar. Desde el punto de vista psicodinámico, puede interpretarse como un colapso del yo volitivo, esa instancia de la personalidad encargada de transformar el deseo en movimiento.Las teorías neuropsicológicas actuales asocian la abulia con una disfunción dopaminérgica en los circuitos fronto-subcorticales -especialmente en la corteza prefrontal, el cíngulo anterior y los ganglios basales-, regiones implicadas en la motivación y la recompensa. Sin embargo, más allá del componente biológico, la abulia revela una dimensión existencial: la experiencia de un yo que ha perdido el sentido de su agencia, su capacidad de influir en el mundo.En la práctica psicológica, la abulia se manifiesta como una combinación de inactividad, desinterés y empobrecimiento afectivo. El sujeto habla poco, se mueve lentamente, no toma decisiones y muestra escasa respuesta emocional. A menudo reconoce su estado, lo que genera sentimientos de culpa, frustración o vergüenza.

En términos existenciales, la persona abúlica vive una especie de suspensión del tiempo. El futuro se borra, el presente se vacía, y el pasado se siente como una carga. La vida pierde dirección. 

Viktor Frankl, desde la logoterapia, diría que el individuo abúlico sufre una pérdida del sentido vital: ya no encuentra una razón por la cual actuar.

La abulia puede surgir en diversos contextos: psiquiátricos (como la depresión mayor, la esquizofrenia o los trastornos bipolares), neurológicos (en lesiones del lóbulo frontal, enfermedades cerebrovasculares o degenerativas) o psicosociales (por aislamiento, pérdida de vínculos, desmotivación crónica o frustración prolongada).

En el plano individual, la abulia puede derivar en deterioro funcional severo: abandono de responsabilidades, pérdida del trabajo, aislamiento social, descuido personal y empobrecimiento emocional. 

El sujeto puede volverse dependiente de otros, sin perder su lucidezDesde la perspectiva de la psicología humanista, este estado refleja una crisis del yo agente: el individuo deja de sentirse protagonista de su propia historia. En este punto, la abulia se vuelve más que un síntoma: se convierte en una experiencia de despersonalización del deseo, donde el querer ya no pertenece al sujeto, sino que se disuelve en la pasividad.

En la actualidad, puede hablarse también de una abulia social. Las sociedades modernas, saturadas de estímulos, pero vacías de propósito, muestran signos de desmotivación colectiva: apatía política, indiferencia ante la injusticia, pérdida de ideales, consumo pasivo de información. En palabras de Fromm, “el hombre moderno ha cambiado el acto de ser por el de tener”. 

Sustituye la voluntad creadora por el deseo de posesión.

Esta abulia colectiva tiene efectos tangibles: reduce la participación ciudadana, debilita el tejido comunitario y erosiona el sentido de pertenencia. Cuando las estructuras sociales no ofrecen horizontes de significado, el individuo se repliega en sí mismo y la voluntad se congela. 

En esta entrega, analizo el fenómeno de la abulia social en el México contemporáneo como condición estructural y simbólica que permitió el ascenso y consolidación del régimen autocrático encabezado por el partido Morena. 

A partir de categorías teóricas de Erich Fromm, Antonio Gramsci, Seymour Martin Lipset y Zygmunt Bauman, que he conjuntado para mi argumentación; pueden explorarse las raíces culturales y psicológicas de la apatía cívica, su instrumentalización política y los mecanismos de control simbólico que han desmovilizado a la sociedad civil. 

Siguiendo a Fromm podemos argumentar que ‘el nuevo orden político mexicano no se sostiene por consenso racional, sino por la administración emocional del desencanto’.

Toda hegemonía política, como advierte Antonio Gramsci (1930), no se sostiene únicamente por la coerción, sino por la capacidad de “dirigir moral e intelectualmente” a las masas. 

En el México actual, el fenómeno de la abulia social —una apatía colectiva ante la corrupción, la violencia y el deterioro institucional— ha funcionado como la base afectiva sobre la cual el partido Morena y su líder, Andrés Manuel López Obrador, han consolidado un poder concentrado y discursivamente mesiánico, sustentado en una narrativa ramplona dirigida a un pueblo ignorante que carece de cohesión social.

En esta columna examino cómo la fatiga democrática y la pérdida de fe en las instituciones han generado una sociedad que, más que apoyar al régimen, se somete por inercia, delegando su injerencia política en una figura paternal.

Esta dinámica encarna lo que Erich Fromm definió como “huida de la libertad”: la tendencia humana a refugiarse en autoridades fuertes cuando la libertad se vuelve desconcertante. 

Recuerdo aquel grito de los pueblerinos de la década de 1910 ‘¡Vamos a la Bola! Durante las revueltas que constituyeron lo que vino a creerse una revolución.

Los invito a examinar el proceso del deterioro nacional actual, dese algunas perspectivas, a manera de marcos lógicos.

La transición mexicana hacia la democracia (2000–2018) prometió una ruptura con el autoritarismo priista. 

Sin embargo, la corrupción persistente, la violencia sistémica y la desigualdad económica minaron rápidamente la confianza ciudadana, que ya debilitada sirvió de sustrato para instaurar el populismo, la vil demagogia abanderada por el ‘héroe de Macuspana’.

Como planteó Seymour Martin Lipset (1960), la legitimidad democrática no depende solo de la legalidad, sino de la presumida eficacia, que un nuevo gobierno sostiene con mentiras repetidas hasta cumplir con la tesis de Goebbels ‘repite una mentira mil veces y se considerará una verdad’.

La realidad es que cuando la ciudadanía percibe que los gobiernos “democráticos” reproducen los vicios del pasado, abordan una sensación de futilidad política que deriva en abstencionismo, cinismo y apatía colectiva.

El voto a Morena en 2018 fue, más que un mandato de transformación, un voto de castigo: una expresión del hartazgo moral de una población desencantada. 

López supo capitalizar ese vacío emocional ofreciendo redención simbólica más que soluciones estructurales.

Desde la antropología política, puede entenderse que el Estado mexicano mantiene una cultura de tutelaje paternalista heredada del corporativismo posrevolucionario. 

Morena reactivó ese esquema mediante transferencias directas y programas sociales que, aunque legítimos como política redistributiva, se utilizan discursivamente como prueba de virtud moral del líder.

‘No te enseño a pescar, te doy el pescado’, lo contrario a lo que enseña la categoría del esfuerzo retribuible, el cual mantiene comunidades productivas y auto sustentables.

Aquí opera lo que Pierre Bourdieu (1990) llamó violencia simbólica: el proceso por el cual los dominados aceptan su subordinación porque esta se reviste de legitimidad moral. Escuchamos al viejo militante del PRI repetir: ‘no robar, no mentir, no traicionar’. (El diablo que se lo crea, diría mi abuelo)

Con el paternalismo el beneficiario del subsidio no se percibe como sujeto de derechos, sino como receptor de benevolencia, lo que genera lealtad emocional y dependencia política. 

El resultado es una ciudadanía clientelar, agradecida pero pasiva, que sustituye la participación cívica por gratitud simbólica.

Y aquí voy a entrar al meollo de la crisis psicosocial de los mexicanos, la abulia no es solo falta de interés; es un fenómeno psico-colectivo de resignación organizada. 

En palabras de Hannah Arendt (1951), los regímenes autoritarios modernos no requieren masas fanatizadas, sino “masas desmoralizadas, incapaces de distinguir entre verdad y mentira”. 

En México, la saturación mediática de las “mañaneras”, el discurso binario (pueblo vs. élite) y la descalificación sistemática de los críticos generan una atmósfera donde la duda es castigada y la complacencia es virtud.

La fatiga informativa (Bauman, 2005) y la polarización emocional actúan como narcóticos sociales. 

El ciudadano promedio no cree en el discurso gubernamental, pero prefiere la estabilidad emocional antes que el conflicto del pluralismo. 

Así, la abulia se convierte en una forma de “obediencia por agotamiento”.

El debilitamiento de la sociedad civil mexicana responde a un proceso deliberado de deslegitimación simbólica. 

Periodistas, académicos y activistas son etiquetados como “enemigos del pueblo” o “voceros de la oligarquía”. 

Este tipo de control, más sutil que la censura directa, reproduce lo que Gramsci denominó hegemonía cultural: ‘el dominio de la visión del mundo del gobernante, presentada como sentido común nacional’.

En este contexto, las instituciones pierden autoridad moral y la sociedad civil pierde confianza en su propia capacidad organizativa. 

La protesta, al ser percibida como inútil o castigada simbólicamente, se reemplaza por la ironía y el escepticismo digital: una crítica sin acción, un desahogo sin riesgo.

El sistema actual se sostiene en una estabilidad sin consenso, producto del equilibrio entre subsidio económico y narrativa emocional polarizada ‘nosotros los buenos, ellos los malos’. 

Como señala Bauman, las democracias líquidas contemporáneas generan individuos “cansados de elegir”, que buscan refugio en líderes o figuras de autoridad que prometen certidumbre. 

Morena ha sabido capitalizar ese cansancio convirtiendo la política en virtud y la disidencia en pecado.

El resultado es una hegemonía emocional, no ideológica. 

El ciudadano no se moviliza porque no espera nada distinto: el cinismo se vuelve sentido común.

El ascenso autocrático de Morena no puede entenderse como anomalía, sino como síntoma de la fatiga cívica que atraviesa la sociedad mexicana. 

La abulia social es la consecuencia de décadas de frustración institucional, pero también la herramienta con la que el régimen mantiene su legitimidad simbólica. 

En palabras de Gramsci, la crisis consiste precisamente en que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”; en México, esa crisis se traduce en una simulación democrática sin ciudadanos activos.

Morena no se sostiene por la fuerza ni por la persuasión racional, sino por la administración del desencanto: gobierna por medio del agotamiento social. 

Mientras la sociedad mexicana no reconstruya un horizonte moral y organizativo que le devuelva sentido a la participación pública, la abulia seguirá siendo el cemento invisible del poder.


Termino con esta reflexión poética:


Abulia o terror, cuando el eco

Salta convencido de que es luz.

Nada hará que cercene el vacío.

Nada habrá que silencie el vuelo.

De la noche saldrán humos y sentencias,

sutiles resplandores de lo incorpóreo.

Una caída es la sombra de su estatua.

Una estatua es la caída de su sombra.

Una sombra es la estatua de su caída.


© Ernesto González, 2012

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